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Descripción

CARLOS ABRAHAM
LA LITERATURA FANTASTICA ARGENTINA EN EL SIGLO XIX

Ediciones CICCUS

Páginas: 730
Altura: 22.5 cm.
Ancho: 15.5 cm.
Lomo: 0.39 cm.
Peso: 0.104 kgs.
ISBN: 9789876931113

Breves consideraciones sobre un libro monstruoso. Acaso no sea pertinente, pero cabe explicar que monstruoso es –en este caso y como casi siempre– un elogio. Un elogio bárbaro. El monstruo, se sabe, es por definición el impar, el que no se empareja con nadie. Y este libro –este “tratado”, especifica el meticuloso Carlos Abraham– es un ejemplo exacto de una clase de uno solo. El Libro de Abraham –que así, bíblicamente, se lo conocerá de aquí en más– es una auténtica, saludable salvajada: no se ha hecho nada igual, antes. Y subrayo cuando digo no se ha hecho, que es mucho más que no se ha escrito, porque en este caso la escritura, la mera escritura de un texto de más de medio millar de páginas, es “apenas” el ulterior gesto comunicativo de verter en palabras un trabajo previo de investigación y de relevamiento infernal. Quiero decir: lo que impresiona no es sólo este resultado que tenemos entre manos sino el gesto completo que culmina acá. Como en el caso de la narrativa de Hemingway, aunque en otro sentido, lo que conmueve –además de lo que se percibe– es el inevitable efecto iceberg: todo lo que hay debajo / detrás / antes de estas detalladísimas comunicaciones que dan cuenta prolija y exhaustiva de un mundo que se nos revela –y la sensación es de vértigo– poco menos que infinito. Acá hay tiempo, trabajo, entrega, dedicación, obsesión, enfermedad –si cabe– e infinita locura investigadora. Carlos Abraham es un saludable / necesario desequilibrado. Es de los que no paran, que ante la duda sigue adelante; que no se conforma con la quintita recortada de la investigación académica en función de una publicación especializada para un lector acotado. No, es de la raza conmovedora de los rastreadores, de los sabuesos, de los obsesivos buscadores de datos y fuentes, de los que resultan –hay que decirlo, todos agradecidos– irreemplazables. Y a no confundir la especie. No estamos hablando del tipo de minucioso cultor del detalle –los primos segundos de Gardel, la pipa de San Martín, el peluquero de Evita– que trabaja sobre aspectos nimios de una figura transitada y reconocida, propone la enésima nota al pie de la biografía. La investigación de Abraham no corre una coma en un documento, una cifra en un parte de batalla, no discute la cantidad de franjas de una bandera. Nada de eso. Tampoco es el recolector snob de basura reciclada arbitrariamente como material precioso. O el profesional de la nostalgia que plumerea viejas repisas o rescata el cuaderno de primer grado del prócer de las Letras. El empeño y el logro de Abraham van saludablemente por otro lado. Como su temerario título lo enuncia, este Libro de Abraham –absolutamente original en su empeño y realización– es a la vez raro por su objeto no habitual y necesario por sus implicaciones. Y lo es porque revela / recorta / instaura un objeto de estudio y atención hasta ahora inadvertido / no constituido; y porque con ese gesto transforma el horizonte de los estudios y las investigaciones por venir en un vasto campo literario. Acá hay –sin ponernos solemnes– una base y un objetivo programáticos: ensanchar el corpus literario, agrandar en forma sustantiva el repertorio conocido de las ficciones producidas por la cultura argentina durante un siglo largo. Nada menos que eso. Inventariar exhaustivamente los relatos no realistas (la amplia y generosa categoría utilizada es lo insólito) publicados / leídos / circulantes a lo largo de más de cien años de nuestra historia cultural. Un proyecto desmesurado cuya concreción en este volumen ejemplar marca un rumbo y abre un par de puertas / pautas muy saludables: antes de –o mientras se trata de– establecer un canon (qué es lo significativo que “vale la pena” de ser estudiado, recordado, editado: obras y autores recortados contra el fondo opaco, informe o desierto) se nos recuerda que cabe intentar establecer un adecuado corpus (una totalidad, un conjunto más o menos representativo de lo que hay / hubo / existió). Y ésas no son, al menos en nuestra cultura argentina, cuestiones ociosas o poco pertinentes. Muy por el contrario. Durante muchísimo tiempo –prácticamente hasta finales de los años sesenta–, los estudios literarios y las publicaciones universitarias y culturales en general, se centraron, académicamente, en un corpus reducido y prejuiciosamente acotado. Se atendía sólo a las obras y a los autores que respondían a un modelo o concepto restringido de la literatura, del objeto literario. Sólo los textos asimilables a las categorías habituales dentro de las llamadas bellas artes, que utilizaban al libro como soporte y tenían la biblioteca como destino final eran considerados literatura. Todo lo que no pasara por ese circuito de producción, lectura y destino final no existía en el corpus de lo legible y atendible. Grosero y no gratuito error. Sólo cuando el debate cultural que arrancó en aquellos años –dentro del debate político general– puso en cuestión las ideas mismas de Nación y de lo nacional, introdujo la problemática de la dependencia, propuso el concepto de identidad y criticó la concepción restringida de cultura para darle un marco y sentido menos elitista que las meras bellas artes, se planteó un concepto más abarcativo de lo que puede y debe considerarse literatura. Sobre todo en lo que tiene que ver con los canales de difusión y soportes materiales de publicación. Así, las llamadas por entonces defensivamente “literaturas marginales” (todo ese cúmulo de textos proliferantes en los bordes de lo reconocido “que no aparecían en la foto” de la cultura) pasaron a llamar la atención crítica no sólo por simple curiosidad o snobismo –que lo hubo y lo hay– sino por ser un campo riquísimo en el que se desplegaban una serie de cuestiones reveladoras: acaso en ese espacio creativo multiforme y poco estudiado–de la producción anónima a los géneros de la literatura de masas- estaba algo o mucho de lo mejor, más genuino y poderoso que había producido nuestra cultura a secas. Aprendimos que había bastante que revolver y revisar. Sin ir más lejos –por ejemplo–, el tango y las historietas argentinas habían producido obras y autores de una envergadura insoslayable a la hora de dar cuenta de la riqueza y originalidad de nuestra cultura en el siglo veinte. Y era y es apenas un ejemplo entre otros muchos. Es en este contexto y con este concepto que valoramos tanto este trabajo extraordinario de Carlos Abraham. Se ocupa de iluminar con precisión y exhaustividad una amplia zona de nuestra producción literaria hasta ahora apenas vislumbrada y muchas veces sin registrar. Por prejuicio y por pereza. El autor se metió con un tema que lo obsesionaba y nos abrió un mundo. Ésa es la sensación maravillosa. Sólo la publicación hace más de cincuenta años del estudio pionero de Antonio Pagés Larraya sobre los Cuentos fantásticos de Eduardo L. Holmberg en la colección El Pasado Argentino de Solar-Hachette nos sirve de referencia pionera. Porque pasa eso: de pronto, mientras uno lee, el nítido pero semidesértico paisaje de la literatura narrativa argentina del siglo XIX que nos han descripto desde el canónico Rojas comienza a poblarse y repoblarse, a cobrar un color, un sentido, una vivacidad que acaso se podía intuir pero no necesariamente tener tan presente. Y no sólo eso: vemos y entramos a las librerías porteñas, hojeamos los diarios y revistas, nos metemos en los teatros. El resultado es maravilloso, excitante. Si Jorge B. Rivera nos enseñó hace tiempo que mucho de lo mejor y más interesante de la literatura argentina estaba en los repositorios que acumulaban ejemplares de revistas y obras de autores olvidados por el canon; si hace un tiempo, el pionero y consecuente Eduardo Romano analizó como nadie nunca antes ese momento de profesionalización del escritor rioplatense que se ejemplifica la producción de los narradores costumbristas en la Caras y Caretas de la vuelta del siglo; si hace poco Román Setton estudió, contextualizó y reeditó las primeras novelas de Raul Waleis y nos recordó que el policial argentino tiene mucho para decir ya en esa época, ¿qué pasa ahora? ¿Así que además de la gloriosa gauchesca, la solitaria Amalia, El Matadero, el ciclo de la Bolsa, Cambaceres y la novela naturalista, y los folletines criollos de Gutiérrez, en el siglo XIX había todo esta ficción desaforada? Qué bueno. No es cuestión de ponerse aquí a señalar las revelaciones y maravillas que este infinito tratado depara. Queda a cada uno de los lectores emprender la aventura, porque una de las singularidades de este libro insólito (como su objeto) es que el autor no solo transcribe segmentos significativos sino que cuenta las historias… Sí, las cuenta, como un narrador oral entusiasmado, deseoso de mantener la atención del lector. O, mejor y más justamente aún, como un investigador serio que quiere dejar testimonio explícito de que conoce de qué habla, de que no está citando algo que no leyó. Como a la guitarra lorquiana, a Abraham es imposible callarlo. Todo un (saludable) caso. Finalmente, quisiera marcar tres o cuatro cosas que pueden ser de interés para el que recién se mete en el tema. La larga y meticulosa introducción –con conceptos teóricos y puntualizaciones detalladas– vale por sí sola. Es de gran utilidad para quien quiera tener un panorama amplio de las especies y subespecies literarias implicadas en el estudio; tanto su génesis y apogeo universales –con referencia a autores y obras centrales– como su anclaje y desarrollo locales. La influencia reiterada y prolongada en el tiempo de autores como Hoffmann, Poe, Verne y la omnipresente Ann Radcliffe está ampliamente documentada. En cuanto al trabajo puntual de rastreo de textos nacionales, la perspectiva adoptada por el autor hace que ciertos escritores reconocidos y encuadrados en estrechos aunque relevantes casilleros por sus obras más importantes, se manifiesten imprevistos cultores / lectores / conocedores de lo fantástico y / o mistérico: un cuento del joven Sarmiento en El Zonda, ya en 1839; después, su utopía “estática” Argirópolis; el Mefistófeles inconcluso de Echeverría, la compleja Peregrinación de Luz del Día de Alberdi, o cuentos no tan transitados ni conocidos de Cané, Groussac, Wilde y Mansilla son ejemplares al respecto. Otra singularidad es el primerísimo lugar que ocupan las escritoras en el cultivo de distintas formas de la modalidad: no sólo la prolífica Juana Manuela Gorriti, pionera –entre otras muchas cosas– del género, sino también Eduarda Mansilla de García y una sorprendente lista de cuentistas que dejaron mucha obra habitualmente bajo seudónimo. Impresionante, todo ese universo narrativo. Y después está lo que es acaso fundamental, la presentación pormenorizada y minuciosa de la obra –a menudo dispersa, a veces precoz y luego malograda, muchas veces secreta– de un par de docenas de autores virtualmente desconocidos o mal conocidos excepto por los especialistas. A veces, incluso, se trata de textos que no llegaron a la imprenta, de folletos o publicaciones semi privadas. No importa. Si uno enumera sin orden ni concierto los nombres de Torres Gutiérrez, Valdés, Morante, Duteil, Monsalve, Olivera, Rivarola, Candelón, López de Gomara, Ezcurra, Larrain, Alcántara, Sioen, Torres y Quiroga y un largo etcétera que incluye otros tantos nombres y otros tantos múltiples seudónimos, tendrá una idea aproximada de la riqueza del panorama desplegado por Abraham ante la mirada absorta, admirada, del lector. A esta altura, no es necesario decir / escribir, que felicito a quienes han hecho posible que este libro único, dedicado a todo tipo de curiosos, se publique. Es un texto de consulta, con miles (sic) de notas al pie, hecho con la pasión desaforada de un investigador y lector de envidiable consecuencia. Creo que es muy bueno para la cultura argentina que esta obra de Abraham exista y circule, y yo estoy feliz de que me haya tocado presentarla, aunque más no fuera con esta aproximación menos crítica y analítica que puramente sentimental. Es decir: estoy tan cómodo en la posición del lector agradecido que sólo me cabe invitar a todos a compartir este placer conmigo. Juan Sasturain, febrero de 2015. Contenido Prólogo - Breves consideraciones sobre un libro monstruoso . . 9 Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .13 Los inicios . . 60 Los periódicos gótico-políticos . .107 Domingo Faustino Sarmiento . .135 Julián Augusto Díaz de Vivar . .143 Juana Manuela Gorriti . . . . . . . . . . . . . . . . . .146 Nicanor Larrain . . . . .170 Juan Bautista Alberdi . . . . . . . . . . . . . . . . . .176 Eduardo Ladislao Holmberg . . . . . . 183 Casimiro Prieto Valdés y el Almanaque Sudamericano 245 Miguel Cané . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254 Achilles Sioen . . 260 Tres cosmogonías . . . . . 269 Manuel Míguez . . 275 Luis V. Varela . . 279 Eduarda Mansilla de García . . 284 Raimunda Torres y Quiroga . . . 299 Carlos Monsalve . . . . . . . . . . . . 336 Justo S. López de Gomara . . . . . . 348 La vida en el Polo . . . . . . . . . . 364 El laboratorio infernal . . . . . . . . . 366 Enrique Rivarola . . . . . . . . . 373 Alejandro Candelón . . . . 380 Bartolomé Mitre y Vedia Carlos Olivera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 396 Eduardo de Ezcurra . . . 405 Aureópolis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 422 En Phantasilia . . 425 Florencio de Basaldúa . . . . . 432 Eugenio Troisi . . . . . . . . . . . . . . . 440 Damián Menéndez . . . 450 Ignacio H. Fotheringham . . . . . . 457 Silverio Domínguez . . 463 Guillermo Enrique Hudson . . . 473 Los esporádicos . . 482 Las fantasías románticas y posrománticas . . 503 El relato fantástico y de ciencia ficción en periódicos y revistas . 511 Dos polémicas sobre el fantástico . . 580 El teatro fantástico y de ciencia ficción . . 586 Conclusión . . . . . . . 603 Apéndice I . . . . . . . . . .621 Apéndice II . . 679 Apéndice III . . .